Una historia de la sierra
de la Dra. Zulema García, coordinadora del programa de acompañantes
Cuando llegué a la comunidad de Capitán Luis A. Vidal en la sierra madre de Chiapas para hacer mi servicio social, no me parecía real lo que escuchaba y lo que veía. Mujeres levantándose a las cuatro de la mañana para ir a moler maíz, después hacer el desayuno para sus esposos que salen a trabajar en la madrugada y atender a sus hijos. Mientras los esposos se van al campo a trabajar, muchas de las mujeres no pueden salir de sus hogares hasta que él regrese. La mayoría de las veces regresan cansados exigiendo comida y con menos de un salario mínimo en la bolsa, mismo que intentara ser utilizado para satisfacer las necesidades de todos sus hijos. Después de servir la comida, las mujeres siguen el trabajo en sus casas limpiando y lavando ropa hasta que la luz del día comienza a apagarse para servir ahora la cena. Duermen unas cuantas horas para empezar la rutina nuevamente el siguiente día. Esta es la historia de la mayoría de las mujeres en esta comunidad, sin embargo, hay algunas que rompen la rutina, luchan por hacer algo diferente y lo consiguen. Tal es el caso de Herlinda, una mujer de 35 años, madre de dos hijas, quien rompió con la dinámica que vive la mayoría para darme cuidado, comida y brindarme la calidez de un hogar a lo largo de mi año de servicio social con Compañeros en Salud. Durante las sobremesas compartió conmigo fragmentos de su historia, que se convirtió en una lección de vida para mí.
Su madre murió cuando tenía tan solo 10 años, dejándola a ella y a sus hermanos bajo el cuidado de su padre, quien era alcohólico. A los catorce años, siendo la mayor de los 9 hermanos, se vio obligada a abandonar Capitán y emigrar a la Ciudad de México para buscar alguna oportunidad laboral que le brindara a ella y a su familia la posibilidad de un futuro mejor. Sin haber salido antes a una ciudad, sin saber leer ni escribir, consiguió trabajo en una casa como encargada de la limpieza y la comida. Fue la primera vez que tuvo una habitación para ella sola donde dormir en una cama con colchón. Todas sus ganancias las repartía entre ella y sus hermanos.
Al cabo de dos años de vivir en la capital y haber ganado lo suficiente, decidió volver a su comunidad con sus hermanos. Regresó a la sierra a sus 16 años de edad con un anhelo por tener y dar a su familia una vida mejor. Entonces fue que conoció al hombre quien después se convertiría en su esposo. Él era trabajador y era propietario un rancho donde se sembraba café que se vendía a cooperativas cafetaleras en Jaltenango. Junto con las ganancias de la venta del café y el ingreso que ella tenía por vender comida que preparaba para la gente de la comunidad, ella y su marido ahorraron suficiente dinero para construir una casa propia que ellos mismos construyeron.
A sus 18 años Herlinda se embarazó por primera vez. Al nacer, su hija se convirtió en el eje de sus vidas. Trabajaban extenuantemente, incluso ella trabajaba en el campo durante la cosecha para ganar dinero extra. Gracias a su esfuerzo no faltaba comida en la mesa ni atención para la “nena”. Dos años después, llegó una cuarta integrante de la familia; era una niña ruidosa, traviesa pero amorosa. A pesar de que no tenían muchos recursos, en el hogar de Herlinda colmaba la felicidad y nunca faltó amor, tortillas, frijoles y café.
Cuando cumplió 20 años, su vida tomó un giro radical e inesperado. Un día su esposo, como todos los días, salió temprano para ir a trabajar en su parcela. Para llegar a su destino había que tomar una carretera sinuosa. En un instante, una distracción ocasionó un accidente que le costó la vida. Para Herlinda esto fue devastador, la avasalló el miedo, el coraje, el odio, la desesperación y, sobre todo, la duda; no sabía que haría ahora que él no estaba. Herlinda, una joven madre de dos niñas a sus 20 años se encontraba en la mayor soledad con la incertidumbre de cómo afrontar esta nueva situación; sin embargo, con su carácter perseverante y el gran amor que tiene por sus hijas, ella tomo la decisión de luchar y seguir adelante. Gracias a la experiencia en la cocina que adquirió durante su estancia en la ciudad de México cuando era una niña, empezó su propio negocio de comida corrida que operaba por las tardes en Capitán. Con lo que ganaba diariamente, podía alimentar a sus hijas, pagarles la colegiatura de la escuela y cubrir los gastos del hogar. Herlinda, decidida a sobreponerse a la condición en la que vivía y a las limitantes culturales de su comunidad, aprendió a leer y a escribir apoyándose en los libros de la escuela de sus hijas. Compro un cuaderno en blanco y hacia planas completas del abecedario. Sus hijas se sentaban con ella a escucharla leer en voz alta. En unos meses ya podía leer, escribir y hacer sumas y restas también. Ya no tenía que pedir ayuda a sus hijas cuando tenía que hacer cuentas para cobrar las comidas a sus comensales.
Herlinda tiene una excelente sazón en la cocina, y rápidamente la gente de la comunidad empezó a frecuentarla y recomendarla; pronto comenzaron a llegar a comprarle comida profesores, visitantes y los doctores que llegaban a la comunidad. Su mesa siempre está llena. Conoce casi a todos los habitantes de la comunidad y cada vez que me sentaba en la mesa, compartía conmigo no sólo los alimentos sino también una nueva historia.
Herlinda es una de las mujeres que conozco que más me inspiran fuerza. No sólo sacó adelante ella sola a sus ocho hermanos cuando tan solo era una niña pero también a sus dos hijas trascendiendo todas las adversidades que se le presentaron. Actualmente, Herlinda es una de las pocas mujeres que mantiene a su familia con su ingreso, de las más reconocidas y con una voz y voto importante dentro de la comunidad. La gente la busca para pedirle consejos y apoyo ante cualquier problema. Para mí, fue mucho más que la persona encargada de darme de comer durante el año; se convirtió en un gran ejemplo de vida. Me quedo con el recuerdo de sus deliciosos platillos y las charlas en su casa, pero sobre todo me quedo con una frase que vuelve a mí siempre que tengo que sobreponerme a cualquier vicisitud: “De peores he salido así que no hay por qué llorar!”.
Esta es sólo la breve historia de una de las personas que más me impacto durante mi año de servicio social, sin embargo, cada persona que he conocido en la sierra tiene su propia historia que contar y cada uno me ha enseñado tanto de la vida como de la medicina. Ahora cuando tengo un paciente frente a mí, es una oportunidad no sólo para hacer un diagnóstico médico, sino para conocer la historia de tras de cada persona y tratar de entender el contexto que lo rodea. A veces olvidamos que el proceso de enfermedad no sólo es causado por procesos fisiológicos sino que es influenciado profundamente por determinantes sociales que muchas veces están fuera del control de la persona afectada. Cada vez que esta ante nosotros un paciente, hay que hacer consciencia de que primero es un ser humano y como tal, tiene derecho a recibir una atención integral de calidad.